CUENTOS DE LUNA NEGRA

Cuentos de la Luna NegraCUENTOS DE LUNA NEGRA

En su peregrinar nocturno, tímida se asoma al balcón del horizonte cada día para reflejar la luz del sol.

Hace mucho tiempo, no recuerdo cuánto, Luna que es curiosa prometió no cerrar un instante los ojos y desde lo alto ser el faro guía de las musas con poder de decisión: » a éste lo visitaré en su puño… a ésta le daré la palabra en la boca…  a éstos me colaré en sus sueños… a las otras les daré tormento… a aquella le daré paz en un punto final… a bastantes les daré vivencias en la voz… Al resto, sin que me vean y de la mano del sol, letras en vena para que tengan que bucear en su interior y descubrirlas. Descubrirse. Cubrirlas de lienzos blancos.

Las noches sin luna, sin sol, ni luz, nos visitan otras musas. Ellas habitan en su cara oculta y también nos rondan. No nos eligen. Las cazamos. Desde entonces no dormimos.

SEMILLA ROJA Y NEGRA.

Si no crees,  no leas esto.

Me llamo Jorge Brumal. Soy periodista. Y esto que lees en este rollo de papel de váter es lo que  me está ocurriendo.

Me encuentro mal. Las paredes del lavabo se cierran a modo de sarcófago y  esa extraña sensación de bola de pelos que atosiga mi  garganta parece crecer paulatinamente. Apenas puedo tragar saliva sin que note como los filos peludos rascan mi cuerdas vocales y mientras esa bola asciende, las grietas que me  hace en la laringe chorrean un líquido dulzón que me recuerda a algo rojo.

Sentado en la taza pienso que no es una indisposición normal. Pastel de zanahoria, dijeron. Sólo lo probé. Con seguridad tengo una intoxicación, es más, rectifico, creo que he sido intoxicado de algún modo desde que nos mudamos a este apartamento. Carajo de apartamento, en la parte más antigua del casco urbano. El apartamento más lujoso, estrecho y barato de cuantos pudieran haber visto tus ojos buscando nido.

La ola de dolor que  golpea mi esófago vuelve a repetirse como un puño acerado que devasta a su paso, en lo que dura un rayo, los pocos segundos de calma que había conseguido. Pero no expulso nada. Y el suplicio se reitera de nuevo al poco. Mi mujer, Carol, se impacienta y pregunta a través de la puerta si estoy bien:

_ ¿Cariño, estás bien?

Ella está embarazada. Tiene ilusión en esa pancha que, inexplicablemente,  no ha parado de crecer desde hace ocho meses  y medio. Hoy tenemos invitados para tomar café. Los vecinos. Es inexplicable porque en otra ciudad la diagnosticaron estéril.  Yo no, ella. También tiene algo de incomprensible la gestación por el hecho de que a cada ecografía que  le han practicado hemos tenido la imagen de una linda forma; pero jamás hemos tenido audio.

Creo que vuelve el dolor. No , no pienso.Sé que está volviendo ahora.

_ Cre-o que ya se me va pas-ando, cie-lo. En seguida saldré _le digo.

_ De acuerdo, te estamos esperando en el comedor.  ¡Ya he comenzado a ordenar los regalos! _exclama divertida.

El monitor reverberaba la imagen con tonalidades de colores tridimensionales, pero no se oía el corazón. Sólo la máquina.  He podido ver el  rostro enamorado de las parejas que salen de la consulta a  la sala de espera con su DVD, explicando cómo es, y lo fuerte que se oye al latir. Pero en  nuestro caso sólo se ve la imagen de algo, en donde, cuando la mujer que maneja el pirulo se detiene, nos dice:  «eso de ahí es el corazón». Crece. Está vivo. Pero no se oye su latir.

«Ustedes perdonarán, pero no sé qué le ha debido ocurrir al aparato, nunca nos había pasado esto, pero no registra sonido… iremos tomando las medidas… no, no, ¡qué raro!…¡no se oye nada! Debe ser la máquina» , dice la doctora de bata blanca con sincera admiración. Luego, al hacer el seguimiento, con las veces, porque he hecho el remolón hasta saciedad para ver cómo salía la pareja siguiente, he podido constatar que han salido de la consulta radiantes de felicidad de ver y  oír  a sus bebitos dentro del útero. La anterior y la siguiente, felices.

Cuando el ginecólogo, Ángel, también vecino nuestro, que hoy ha estado invitado a la pequeña fiesta de celebración, hace la revisión a la antigua usanza, colocando la oreja en su enorme panza dice «pues yo sí lo oigo»  , le creemos y salimos contentos de la consulta.  Cuando ella me lo pregunta a mí, tumbados en el sofá también, le digo «pues yo sí que lo oigo» y nos reímos juntos. Me gusta verla feliz, por eso le miento.

Ahí está de nuevo. Ahora  es como quedarse enganchado en un transformador de alto voltaje: quema y duele. Y mi  cuerpo parece partirse en dos.  Me hacen daño. Vientre y garganta. Arde y hiere. Paro de escribir.

También han venido, a parte del ginecólogo Ángel, Tomás y su esposa Valeria, los de debajo nuestro. Él bebe mucho, y ella habla demasiado, de modo que cuando abre su enorme boca perfilada del rojo de sus labios, enseña más dientes que los de una tintorera hambrienta. Ambos están jubilados. Son buena gente. Creía.

Tampoco se ha querido perder el evento nuestra vecina más próxima Luisa. Soltera, rica  empedernida, coleccionista de amantes y figuras de porcelana decimonónica. Sus uñas de rubí son enormes, pero están siempre bien cuidadas.

Y por supuesto mis vecinos preferidos del piso superior: Teresa y Dionisio. Hermanos sexagenarios que regentaron una tienda de libros de segunda mano en el local de los bajos de este edificio desde antes  de los sesenta. Saben mucho de libros antiguos  y editoriales raras. Ahora el local lo tienen cerrado desde hace años. A Carol la agasajan con libros de regalo continuamente. A cual más gordo y extraño. Ella los acepta. Luego me dice que nunca los lee. Pero sé que es mentira. La delata su bolso abultado cuando va a  coger el metro y observo en el interior un lomo negro azabache del que vislumbro la palabra «Holly…»

El resto del edificio está cerrado. No se alquila y no se ve jamás a nadie en el rellano. Los propietarios viajando, dijeron.  A veces en sus rellanos, cuando bajo las escaleras, tras alguna puerta he oído algo similar a arañazo. La mascota, pensé.

Creo que han venido todos y una niña que jamás vi antes, no sé si alguien más, hija o sobrina de alguno de mis vecinos. Tendrá unos siete años, es muy baja para su edad, de rictus serio,  con uniforme escolar,  ha entrado en todas las habitaciones portando  por toda la casa un maletín de violín del que no se  ha querido  desprender un momento.

_ Jorge, por favor abre la puerta y sal. _Insiste Carol. _ Sigues encerrado ahí desde hace más de media hora y los invitados me miran, a momentos con caras largas.   Creo lo toman a descortesía. Sé que murmuran entre ellos.

Como he empezado a sudar sobre manera y ahora el dolor se me ha ido al brazo, porque creo me están serrando un manojo de nervios internos a lo vivo, no le contesto. No le digo nada. Mi otro puño ha estado siendo mordido con rabia para mitigar el  dolor que siento. Pero no remite.

_ Está bien. Ya acabo. Ya salgo. Ves para allá _he logrado soltar cogiendo un poco de aire.

Voy a salir. Esconderé estas letras detrás de la cisterna con la esperanza de que alguien lo lea, algún día. Es el único sitio. Me están saliendo sarpullidos que sangran entre los dedos. Y también verrugas.  No me gustan sus regalos. Ni el cochecito de bebé rectangular negro. Ni los muñecos con alfileres clavados. Ni el balancín con dosel luctuoso. Ni el osito de peluche con los ojos vacíos. Ni los vestiditos de bebé hechos a mano con lana de merina negra en peligro de extinción. Ni el libro de cuentos atado a unas tijeras. Ni el tablero Ouija. Ni las cartas.  Ni ese álbum de fotos postmortem de todos los propietarios e inquilinos que han vivido en el edificio desde hace más de cien años. Ni la música de violín que suena estridente.

Ya vuelve el dolor, ahora más fuerte que nunca. No creo que pueda aguantarlo.

Voy a salir arrastrando este saco de dolor extremo que es mi cuerpo. Y que suplica que le ponga fin.

Publicado por Georges Rurba

Me gusta juntar letras que sacudan. En la senda de aprender el difícil arte de vivir.

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