Sus pies aferrados a la sorra se hundían lentamente hasta afianzar los tobillos en las postrimerías de un verano azul. Mientras, una cortina de agua corría entre los pies retirándose con fuerza para abrazar de nuevo al mar. Sus pensamientos también querían hacerlo, pero éstos se resistían a abandonarla.
Posó de nuevo la vista en aquel espumarajo blanco que se alzaba por encima de las olas y declinó calcular el tiempo que le quedaba hasta el impacto. Sería más fácil así. Sin pensar. Dejando que la ola-vida abofeteara una vez más su rostro sin pedir permiso. Como sucedió en la mayoría de las veces.
El vestido húmedo se alargaba aún más por el peso del agua. Ya casi le cubría los gemelos. Las arrugas de algodón que se inventaba el caprichoso azar parecían pintar sobre su cuerpo un mapa de cordilleras y montañas. Cada pliegue sostenía un recuerdo de las manos de él. Un eco pasajero sin fecha de caducidad. Y entre las piernas un valle yermo.
Ahora, sólo le quedaba la sal entre piel y boca. El regusto quemazón en la garganta que pide un trago de agua dulce que no llega. Un salitre que minaba cada poro de su dermis encendida a la espera de que un océano apagara la sed. Su sed. Pero lejos de extinguirse se avivaba, una vez más, «el desierto que habita en mí», como a ella le gustaba llamarlo.
A su espalda, lejos, el paseo con poca gente. Un diseminado de curiosos que decidieron aventurarse a ver el espectáculo de un temporal de Levante enfurecido. Bandera roja todo el día. Castillos de arena deshabitados. Ella, pusilánime. Había opciones más fáciles a tomar. La cresta blanca elegida marchaba marcial hacia a ella. El viento arreciaba. Avanzó dos pasos desnudos al frente. Las aguas que reculaban orquestaban el final de una banda sonora en la que apenas quedaban los últimos créditos de la película de sus días. Comenzaba a sentir frío.
De entre las nubes negras un rayo tibio en su tez la hizo sonreír.
_ Llévame _acertó a decir.
La ola golpeó violentamente el cuerpo hasta hacerla caer. Un borrón entre volandas grises que ofrecía una rendición sin condiciones. Engullida por la gula de un mar jactancioso de curar penas de amor. Limpiando manchas a un corazón marchito. Centrifugando desengaños a la cabeza herida. Deshaciendo la vida entre sus dedos. Ahora ya sin perspectiva, ni aire, ni perdón; esperando.
El tiempo lo cura todo, dicen. El amor eterno que dura una noche de verano, no.